El sueño del lunes
J decide llevarme a su vivienda en la 23 avenida. Ella me pasa adelante y recorro la casa, primero la sala, luego el pasillo, finalmente el patio. Avanzamos hasta llegar a un sitio que parece más triste que la primera parte de la casa. Una gran torta de cemento gris cubre todo el suelo hasta chocar con el muro de ladrillo algo descuidado. Me dice que hasta allí llega el patio de la parte habitable de la casa. Caminamos un poco más yendo hacia la derecha. Me sorprende lo que veo, una división improbable en una casa más o menos elegante. Varios postes de madera rústica sostienen una improvisada cerca con puerta de lámina de zinc. —Nunca pasamos de aquí, nadie vive en ésa otra parte— Dice señalando con el pulgar. Veo una marca amarilla en el suelo, parece pintada nerviosamente, algunas salpicaduras al rededor de la división se estampan como la firma del miedo.
Cruzo la división, la torta de cemento se extiende al menos otros 20 metros hasta una pared blanca. Una puerta y una ventana conforman el rostro de la estructura que aparenta ser de un piso. Decido entrar pero J no está más conmigo. El lugar donde ahora me encuentro revela un abandono sólo posible después de varias décadas. El polvo silencioso le ha formado epidermis a todas las superficies visibles. Grandes colonias de moho verdusco avanzan desde el suelo sobre las puertas como un ejercito favorecido por la humedad y la noche que, al parecer, nunca terminó de salir de la construcción. El marrón oscuro de la madera está salpicado por miles de túneles y en cada habitación me encuentro con pequeños residentes inertes, un zapato solitario, una cartera, un libro abierto que parece biblia y muchos otros objetos olvidados mientras la casa era desocupada presurosamente.
El laberinto de paredes una vez celestes se hace más y más intrincado. De pronto una niña salta fugaz entre las marañas, parece llevar un vestido blanco o quizá sea un overol, creo que la he visto antes. No le hablo, sólo la observo aprisa y vuelvo la mirada a otra parte. Avanzo rápido, la niña me sigue, por ratos desaparece, por ratos es ella quien va delante de mí. Confundido, llego a un ambiente donde la ventana emblanquecida por tanta lluvia y tanto desaseo filtra la luz del día en un melancólico tono gris azulado que se riega por todos lados. No puedo ver hacia la calle, volteo a mi derecha, una hoja de papel amarillento se aferra a su puerta. Me acerco, la caligrafía parece de mujer: AQUÍ SE ENCONTRÓ A LA SEÑORA DE LA CASA LUEGO DE SIETE DÍAS DE MUERTA.
Intento abrir la puerta pero está cerrada, no me sorprendo, sólo me alejo un poco. La niña me observa sigilosa mientras el hedor de una fosa común me abofetea la nariz. —¿De dónde sale ésta peste?— Me reprocho mientras cubro mi boca y mis fosas. Siento que el vómito no va a pedirme permiso para salir. Doy la vuelta y escapo corriendo, naturalmente comienzo a sudar; la pestilencia se atenúa mientras busco la salida, pero de pronto, la casa se llena de gente, estoy en un salón con una gran cúpula transparente a 15 o 20 metros del suelo. No me explico cómo ésta parte de la casa no puede verse desde la calle o desde el patio.
Al costado, un juego de muebles alguna vez muy elegantes, estaban dispuestos como en la sala de cualquier casa sin niños. Los sillones estaban muy raídos, llenos de muescas. La negrura entre uniones de remaches y pliegues hacían que su original color rojo se transformara en corinto decaído. Levanté la vista, algunas pinturas de paisajes sin personas adornaban el salón. La gente seguía pasando, yo no podía comprender cómo había tanta gente en la casa deshabitada. Creí soñar, hice un intento por despertarme, pero nada pasó.
Camino por el salón erráticamente, el bullicio de supermercado convive en armonía con la podredumbre del cadáver, comienzo a pensar que en esencia, quizá sean la misma cosa. Las nauseas me invaden con más fuerza, voy en busca de algún rincón en dónde vomitar. Despejo mis pensamientos y me obligo a seguir corriendo, pienso en salir lo antes posible de ése maldito lugar. Avanzo por los pasillos tratando de recordar el camino de regreso al patio, veo a la niña un par de veces más y finalmente salgo del laberinto. Corro hasta llegar a la división, pero antes de cruzarla algo me detiene; una fuerte sensación de pérdida y de olvido me invade. He dejado algo allí dentro, algo importante, debo volver para recuperarlo. No sé bien qué extravié, pero me armo de fuerza y vuelvo a entrar. La niña me acompaña en cada momento, parece preocupada por mí; yo intento ignorarla para concentrarme en mi búsqueda.
Un enorme vacío se abre paso en mí, como si uno de mis riñones se hubiese quedado adherido en la puerta abombada donde leí aquella nota. La niña parece verme con ternura mientras me resigno, intento devolverle una sonrisa, pero ella no puede verme ¿o soy yo el que no puede verla? Sólo percibo que sonríe cuando la veo de reojo, pero al mirarla de frente, su rostro se esconde tras una máscara de piel lisa y blanca. Cansado, decido que es mejor dejar lo que haya perdido en el caserón. Probablemente, todos los que entran allí, han dejado algo como recuerdo o como ofrenda. Continúo recorriendo los pasadizos que ahora conozco mejor, me siento algo confiado, pronto saldré al patio. Veo la puerta de lámina, pero está cerrada, otra vez siento que el estómago se me retuerce; casi sin pensarlo, tomo fuerza y me trepo en la cerca, con un salto consigo salir y le doy un último vistazo a la marca amarilla de la división. Corro apurado hasta la sala, no veo a J por ninguna parte, abro el portón, la luz es blancuzca y afligida, como cualquier ventana en el interior de la casa.