De vuelta a casa
Salí de la capital a medio día. Me sentía un poco desanimado, con el corazón roto, digamos. En el bus me encontré con una muchacha. Noté que lloraba. Le pregunté si estaba bien. Me respondió con entusiasmo, casi con agradecimiento; como si mi comentario hubiese sido únicamente porque me conmovió verla llorar y no porque también obedecía a la atracción que me produjo ver una mujer bonita que estaba sola y que, al igual que yo, regresaba a casa.
Intercambiamos algunas palabras. Se encontraba bien, según me dijo. Sus sollozos eran solo el producto una gripe. Quizá tuvo que ver que ambos hayamos sido de Xela. Quizá fue porque a mí me cuesta entablar charlas con extraños. Quizá era la lluvia que golpeaba las ventanas del bus. Dormimos durante varias horas. Cuando despertaba debido a un movimiento brusco, volvía la vista hacia ella. Ahí estaba, con los brazos sobre los muslos como piezas de marfil entrecruzadas. Su pelo caía monumental encima de sus hombros y su pecho. Tras las gafas descansaban sus grandes ojos marrones. Una mujer que duerme es como pasearse por una cuerda floja hasta el sol.
Escuché a dos niños jugar. Alguien hablaba de su último negocio por teléfono. El motor rugía. Faltaba poco para llegar a Xela. La muchacha había despertado. Nos vimos por un momento, yo necesitaba hablar con alguien pero no nos reconocimos. El bus llegó a la estación. La lluvia continuaba impetuosa. Me levanté del asiento y tomé mis pertenencias. La muchacha me despidió como a quien volverá a ver mañana. Esbocé un «nos vemos». Caminé detrás de ella. En la salida del bus pensé en invitarla a un café para seguir charlando, esperar a que la lluvia pasara y volver a casa luego. No fue posible. Antes de darme cuenta una viejecilla me pidió que la ayudara a cargar su maleta hasta la estación. Mientras cruzábamos la avenida vi a la muchacha alejarse bajo la lluvia. Una mujer que parte sola es una palabra en llamas. Yo hice lo mismo. Era día de elecciones, maldije a la viejita. El cielo estaba oscuro y profundo igual que las arenas movedizas.
Publicado originalmente en
revista EsQuisses
Guatemala, C.A.
Intercambiamos algunas palabras. Se encontraba bien, según me dijo. Sus sollozos eran solo el producto una gripe. Quizá tuvo que ver que ambos hayamos sido de Xela. Quizá fue porque a mí me cuesta entablar charlas con extraños. Quizá era la lluvia que golpeaba las ventanas del bus. Dormimos durante varias horas. Cuando despertaba debido a un movimiento brusco, volvía la vista hacia ella. Ahí estaba, con los brazos sobre los muslos como piezas de marfil entrecruzadas. Su pelo caía monumental encima de sus hombros y su pecho. Tras las gafas descansaban sus grandes ojos marrones. Una mujer que duerme es como pasearse por una cuerda floja hasta el sol.
Escuché a dos niños jugar. Alguien hablaba de su último negocio por teléfono. El motor rugía. Faltaba poco para llegar a Xela. La muchacha había despertado. Nos vimos por un momento, yo necesitaba hablar con alguien pero no nos reconocimos. El bus llegó a la estación. La lluvia continuaba impetuosa. Me levanté del asiento y tomé mis pertenencias. La muchacha me despidió como a quien volverá a ver mañana. Esbocé un «nos vemos». Caminé detrás de ella. En la salida del bus pensé en invitarla a un café para seguir charlando, esperar a que la lluvia pasara y volver a casa luego. No fue posible. Antes de darme cuenta una viejecilla me pidió que la ayudara a cargar su maleta hasta la estación. Mientras cruzábamos la avenida vi a la muchacha alejarse bajo la lluvia. Una mujer que parte sola es una palabra en llamas. Yo hice lo mismo. Era día de elecciones, maldije a la viejita. El cielo estaba oscuro y profundo igual que las arenas movedizas.
Publicado originalmente en
revista EsQuisses
Guatemala, C.A.