Yo (no) estoy solo

El hombre, sí el hombre más que la mujer, caminaba sobre una niebla brillante. Podría asegurar que aquella tarde me visitó una pareja que parecía no necesitar defecar. Eran algo así como humanos súper pulcros que no conocen la mugre porque sus células no se caen ni envejecen ni son consecuencia de lo que conocemos como biología. Cada vez que hablan sus palabras salen adornadas por ese acento que solo el dinero da en un país como este. ¿Hay alguna posibilidad de que la impresión salga sin esta línea? Sí hay, en efecto; le respondo, pero me tomará un poco de tiempo limpiar el cabezal de la impresora. Suspiran. La mujer estornuda, tal vez no son infiltrados, reptilianos ni viajeros del tiempo. El hombre está preocupado porque no tengo péoese en el local, le cobro en efectivo. Se llevan sus impresiones. Repetir.
Un deportivo naranja se estaciona enfrente del local, de él baja un sujeto con la cabeza rapada y lentes oscuros. Su copiloto fuma y deja caer la ceniza del cigarrillo por sobre la ventanilla del convertible, luego se rasca el brazo, se quita la gorra, fija su vista en la puerta de entrada del local, sabe que detrás del vidrio teñido estoy yo observándolo. Vuelve a fumar. Su compañero tarda un momento en volver al carro, lleva un papel, parece que han conseguido lo que buscaban. Encienden el motor del deportivo, el auto ruge y acelera hacia el medio día. Repetir.
Un hombre llega y me pregunta: ¿Qué tiene de mariscos? Se apoya sobre uno de los bancos, huele mal, su ropa está llena de agujeros. Le contesto que acá no vendemos mariscos, esta es una imprenta. ¿Entonces qué tiene de comer? Nada, acá solo papel hay. Me observa, hace una seña con la mano o, más bien, balbucea con la mano, se tambalea, sale del local y no cierra la puerta. Repetir.
Una mujer llega vendiendo panecillos. Ayúdeme, insiste, ayúdeme. Hoy no ha entrado nadie al local aparte de ella. Le doy un quetzal y no lo acepta, quiere venderme el panecillo. Le doy tres quetzales, lo que cuesta el panecillo, y no los acepta. Ayúdeme, están sabrosos. Le doy los tres quetzales y no quiero su panecillo. Ella no toma el dinero, se va. Repetir.
Un niño sordomudo me da la mano y me pregunta qué estoy haciendo. Trabajo, le digo. Parecés enojado, deberías alegrarte. No estoy enojado, estoy triste y ocupado, eso es lo que pasa. Pongo una canción y le pregunto si sabe leer, él sonríe y me dice que no, lleva una gorra negra y anda por el mundo sin miedo. Él se despide de mí. Abre la puerta. La gente pasa, los perros pasan. El niño resbala frente al local, su cuerpo al golpear el suelo no produce ningún sonido.

Publicado originalmente en
revista EsQuisses
Guatemala, C.A.

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