Nebulosa

Asistí a una conferencia sobre la luz de las moléculas estelares. El joven físico presentó su trabajo de tesis que consistió en medir el espectro de una proto-estrella para determinar si sus moléculas coincidían con las ligadas a procesos bioquímicos. En los datos más recientes se identificó un compuesto precursor del ARN, dijo mientras explicaba el movimiento de las moléculas y la luz que producen como consecuencia. Su trabajo, en apariencia simple, me emocionó mucho. Deseé tener los conocimientos para entender a profundidad los hallazgos del joven físico. Estoy convencido de que, por simple que parezca, un trabajo científico supera enormemente a cualquier otro, sea este literario, de diseño gráfico, mercadológico, etcétera. Imaginé el rigor que implica entender al universo y lo maravilloso que resulta encontrar algo que tal vez nadie más ha visto antes. Al terminar la conferencia salimos hacia la terraza en donde los voluntarios habían instalado un pequeño telescopio. Decidí escudarme tras una duda terrenal. Mientras hacíamos fila para ver la Nebulosa de Orión le pregunté al joven físico si la carrera le había permitido trabajar y estudiar al mismo tiempo. No, es una carrera de tiempo completo, me respondió. Yo trabajé un poco como auxiliar en la U y me pagaban bien, pero sin el apoyo de mis papás jamás la habría terminado. Echó por tierra mis planes de escaparme a la capital para trabajar en diseño gráfico o en cualquier otra nimiedad que me permitiera sostenerme y estudiar física. Solté un suspiro del tamaño de mi puño o de mi corazón si se quiere.
Vi la nebulosa, la luna y Júpiter con sus satélites. Hay más poesía en un rayo de luz que atraviesa el espacio que en todos los libros jamás escritos, no hay duda alguna. Contemplé el cielo como pocas veces y me sentí ínfimo. Noté, por llamarlo de algún modo, el desplazamiento de la Osa mayor en el cenit, esa constelación que tiene una parte con forma de cacerola. Hacía cada vez más frío.
Poco a poco fuimos quedando menos curiosos. Nadie sabía operar el telescopio más que los físicos que habían venido de la capital. Eran tres, según vi. Intercambié palabras con un hombre regordete y sonriente que resultó ser el director de la actividad. Llevamos casi cuatro años haciendo este tipo de eventos en Xela, pero a usted es la primera vez que lo veo, apuntó. ¿Cuál es su nombre? Alexander Socop, pero prefiero que me digan «Alex». ¿También estudia ingeniería? No, le dije, soy diseñador gráfico y MBA, o al menos eso dicen los papeles. Sonrió y me vio con sorpresa. ¿A qué se dedica? Hago diseño gráfico, publicidad, audiovisuales, libros… cosas por el estilo, mi trabajo se encuentra muy lejos de la astronomía y de la física, pero a mí me gusta esto de ver el cielo, de veras. Pasa que a veces uno no está completamente contento con su trabajo. El hombre hizo un gesto que describía lo mismo: saberse inútil y enamorado. De pronto apareció una muchacha que lo abrazó, quizá la más guapa entre los que jugábamos a astrónomos. ¿Tenés frío? Sí, le respondió él. Me separé un poco. El joven astrónomo coqueteaba con otras tres muchachas, una señora mayor se acercó al telescopio y soltó un grito. Volví mi vista al cielo. Aspiré una buena bocanada de aire frío, lo retuve. Dos celulares comenzaron a timbrar.

Publicado originalmente en
revista EsQuisses
Guatemala, C.A.

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