No sé en dónde está atado el otro extremo de mi hilo rojo
Hoy vi uno de mis versos en facebook. La gente comentaba cosas, le di «like». Hace algunos días Marvin me contó que un desconocido escribió otro de mis versos en una pared entre 2ª calle y 19 avenida de la Zona 3. Esa pared será demolida según un artículo de prensa. En unos años habrá allí un edificio de 13 niveles. Alguien más me dice que esperan mucho de mí, que no puedo defraudarlos, que la responsabilidad ante todo. Una extraña estructura de papeles se levanta sobre el escritorio justo como la construcción del más caótico edificio. Es el recuerdo de todos los pendientes, de todas las horas de mi vida que ya vendí. En mi espalda aumenta el dolor, llevo varios días frente a la computadora haciendo diseños y siendo honesto, estoy un poco cansado. No entiendo del todo, cómo a los japoneses puede gustarles tanto el trabajo.
Durante el almuerzo del sábado me topo con que apenas he escrito nada para esta crónica. Mis primeros apuntes comenzaban con algo así: «La cola se extiende hasta doblar la esquina opuesta a Domino's Pizza. Varias ventas de licor se prolongar al frente de la entrada. La noche grita, huele y suena a metal. Me encuentro con Valeria, Edson y Andrea, llevan más o menos una hora en la fila. La gente está ansiosa, Mägo de Oz toca en Xela, el fin puede venirse con todos los huevos juntos. Recuerdo por un momento mi época de pelo engominado, cadenas y pulseras negras, es como volver al 2004»... pero luego, ocurre el incidente de la turba que en Guate intentó verguear y quemar a dos supuestos asaltantes, allá por la Zona 1. Después, la muerte de la juez del MP (ministerio público), la lluvia de meteoros, el festival mesoamericano de poesía, el exmarero que mi papá atendió en el intensivo del hospital general, las balas, las balas, las balas.
A veces los días no parecen una canción para uno, ni para nadie. Es difícil terminarlos y encontrarse con que afuera la demencia reina. Vivir en este país es un insulto. A veces, siento unas ganas enormes de encerrarme por siempre en el tiempo que duran las conversaciones que más disfruto, en la carcajada que me aleja, aunque sea por un instante, de escribir cosas tristes; en la sonrisa de alguna patoja que me repara las más dolorosas semanas de oficio y puntualidad. Entiendo que el trabajo sea algo necesario para el humano; hasta yo, cuando me la paso de ocioso me deprimo. Pero también hay que salir a chingar. Es necesario y más aún, que salir a chingar no implique morir en el proyecto.
Por eso, ahora me estoy riendo, imagino la cara de mi profesor de economía, debe de ser un remolino de rabia si leyera esto. —En el año usted tiene derecho a descansar solo dos días: el ayer y el mañana. «El Hoy» es para trabajar— suele decir. Yo evito pensar en eso. La noche es demasiado brillante y fría, como para afanarse. Prefiero disfrutarme el vaso de cerveza y el cigarrillo junto a unos amigos. Recordamos con ánimo la mítica noche de las 31 caguamas en Tapachula. «Fue lo mejor del festival mesoamericano» afirmamos. Estoy alegre por la gente que allá conocí, en especial a un gran poeta y hermano, Balam Rodrigo. Estoy alegre por haber vuelto a ver a varios hermanos de Centroamérica y México, por las cosas que se vislumbran en este año y también porque en la mesa de al lado seis gringas beben y hablan, a veces sueltan un reojo hacia nuestra mesa. Disfruto observando su comportamiento, es solo que, algunas de ellas son realmente hermosas.
Son las once, la música avanza. Decidimos volver a casa en el carro. Es, no sé qué día de cuaresma y el centro de Xela hierve de gente. La plática durante el viaje oscila entre los viejos amores, la violencia y el cine de Kubrik. Después de todo soy muy afortunado, en este país no cualquiera puede pasar ratos agradables como este, no cualquiera sobrevive. Al llegar a casa no dudo en despedirme de mi amigo con un abrazo. Abro la puerta, caigo en mi cama y es domingo. Según los japoneses, en la vida hay un hilo rojo del destino. No me considero supersticioso pero me gusta pensar que el recorrido hasta encontrar el otro extremo será emocionante a pesar de todos los cagadales ajenos y propios. Qué alegre pienso, en Xela todavía podés sentir el olor de una cocina a leña cuando, a las cinco cuarenta de la tarde, el tráfico, el canto de un gallo y la fauna en los árboles compiten por grabarse en algún lugar de eso que llamamos buenos recuerdos, de esto que llamamos vida.
Durante el almuerzo del sábado me topo con que apenas he escrito nada para esta crónica. Mis primeros apuntes comenzaban con algo así: «La cola se extiende hasta doblar la esquina opuesta a Domino's Pizza. Varias ventas de licor se prolongar al frente de la entrada. La noche grita, huele y suena a metal. Me encuentro con Valeria, Edson y Andrea, llevan más o menos una hora en la fila. La gente está ansiosa, Mägo de Oz toca en Xela, el fin puede venirse con todos los huevos juntos. Recuerdo por un momento mi época de pelo engominado, cadenas y pulseras negras, es como volver al 2004»... pero luego, ocurre el incidente de la turba que en Guate intentó verguear y quemar a dos supuestos asaltantes, allá por la Zona 1. Después, la muerte de la juez del MP (ministerio público), la lluvia de meteoros, el festival mesoamericano de poesía, el exmarero que mi papá atendió en el intensivo del hospital general, las balas, las balas, las balas.
A veces los días no parecen una canción para uno, ni para nadie. Es difícil terminarlos y encontrarse con que afuera la demencia reina. Vivir en este país es un insulto. A veces, siento unas ganas enormes de encerrarme por siempre en el tiempo que duran las conversaciones que más disfruto, en la carcajada que me aleja, aunque sea por un instante, de escribir cosas tristes; en la sonrisa de alguna patoja que me repara las más dolorosas semanas de oficio y puntualidad. Entiendo que el trabajo sea algo necesario para el humano; hasta yo, cuando me la paso de ocioso me deprimo. Pero también hay que salir a chingar. Es necesario y más aún, que salir a chingar no implique morir en el proyecto.
Por eso, ahora me estoy riendo, imagino la cara de mi profesor de economía, debe de ser un remolino de rabia si leyera esto. —En el año usted tiene derecho a descansar solo dos días: el ayer y el mañana. «El Hoy» es para trabajar— suele decir. Yo evito pensar en eso. La noche es demasiado brillante y fría, como para afanarse. Prefiero disfrutarme el vaso de cerveza y el cigarrillo junto a unos amigos. Recordamos con ánimo la mítica noche de las 31 caguamas en Tapachula. «Fue lo mejor del festival mesoamericano» afirmamos. Estoy alegre por la gente que allá conocí, en especial a un gran poeta y hermano, Balam Rodrigo. Estoy alegre por haber vuelto a ver a varios hermanos de Centroamérica y México, por las cosas que se vislumbran en este año y también porque en la mesa de al lado seis gringas beben y hablan, a veces sueltan un reojo hacia nuestra mesa. Disfruto observando su comportamiento, es solo que, algunas de ellas son realmente hermosas.
Son las once, la música avanza. Decidimos volver a casa en el carro. Es, no sé qué día de cuaresma y el centro de Xela hierve de gente. La plática durante el viaje oscila entre los viejos amores, la violencia y el cine de Kubrik. Después de todo soy muy afortunado, en este país no cualquiera puede pasar ratos agradables como este, no cualquiera sobrevive. Al llegar a casa no dudo en despedirme de mi amigo con un abrazo. Abro la puerta, caigo en mi cama y es domingo. Según los japoneses, en la vida hay un hilo rojo del destino. No me considero supersticioso pero me gusta pensar que el recorrido hasta encontrar el otro extremo será emocionante a pesar de todos los cagadales ajenos y propios. Qué alegre pienso, en Xela todavía podés sentir el olor de una cocina a leña cuando, a las cinco cuarenta de la tarde, el tráfico, el canto de un gallo y la fauna en los árboles compiten por grabarse en algún lugar de eso que llamamos buenos recuerdos, de esto que llamamos vida.