Graduación

Estoy sentado en la plaza de la constitución, observo las ceremonias del abatimiento, del desempleo, de dos adolescentes que se miran y se escriben cosas en las manos. En las mías tengo un cruasán, un título universitario, un quetzal que le cambio a un niño por chicles. Al fondo, la bandera se deforma con la tarde, sé que allí está representado todo y nada. Pienso que hay algo de infierno en este día mientras deambulo hasta la parada del transmetro que me llevará hasta la estación de Santa Cecilia, desde allí caminaré por cuatro cuadras para abordar una burra —un autobús rojo que es una mierda― con dirección a Belén, pero me bajaré antes, en la parada de Utatlán que está a unos 600 metros de Tikal Futura en dirección occidente. Seguramente dios pensó en esto al planear mi tarde; también planeó que yo no moriría y que si lo hacía, le daría el aviso a mi madre por revelación en la iglesia, en donde, justo ahora tiene lugar un congreso evangélico.

Vine a Ciudad de Guatemala por varias razones, una de ellas es celebrar, así que imperiosamente me adentro otra vez en esta gran costra que es la capital. Siempre he odiado la falsa solemnidad con que los guatemaltecos tratamos los actos protocolarios como las graduaciones, misas, cultos o los partidos de fútbol aperturados por el himno fastidiosamente nacional. Isabel está de acuerdo conmigo cuando le hablo de éso a medio día, acuerdo volver a verla en la noche; nos despedimos y escribo el primer párrafo de esta crónica. Horas después, junto a Francisco partimos hacia la zona 1. El cielo nocturno de Guate comienza a transmutar en la postal naranja que Marvin describe en algún poema de «Solamente el cielo». La plática transcurre entre el desmadre social y los malos amores. Después, Francisco hace magia con una baraja, Isabel y Cristina ríen, el barsito bien nombrado como «el callejón» se llena de música y carcajadas desde una mesa jubilosa. Isabel y yo fumamos, brindamos, por ratos cantamos. Debo confesar que me la estoy pasando bien, es una celebración simple, alegre, improvisada y, si esto no es una de las modalidades de la felicidad, entonces tú oh dios de los sagrados mandamientos: ¡chingá a tu madre!

Al día siguiente visito el trabajo de Francisco, me encuentro con algunos de sus compañeros a quienes conocí tiempo atrás en la «pizzería 502» de la zona 1, todos ellos periodistas. Comienzo a leer, cualquier cosa está bien. Me detengo por buen tiempo en la crónica de un tal Diego Rubio, publicada en la revista Soho de Colombia. El texto, describe la experiencia de Rubio al interpretar a Jesucristo hombre por un día mientras recorre las calles de Bogotá. A mí, el texto me resulta interesante y gracioso. Sin embargo, no puedo eludir que la crónica es toda una producción, con fotógrafo, maquillista, una camioneta «van» de la revista y demás artilugios que Rubio no duda en describir. Es inevitable pensar que en Guate, tal cosa se calificaría de experimento extravagante y decididamente obceno. Divago mientras camino hacia la estación de buses, la literatura busca sobrevivir (o la obligan a sobrevivir) en un ambiente «comercial» con aspiraciones de sofisticación. Al final, la literatura en sí misma no tiene una utilidad real en el sistema «liberal» que hoy nos tiene más amarrados que nunca (disculpe usté el palabrerío hipster). De allí que se busquen métodos «creativos» para producirla y venderla al gran público de una revista donde el tema principal eran las tetas.

Durante el viaje de regreso hay neblina en el camino. Pienso en Guate, en Isabel, en el cariño que comienzo a tenerle a la capital aunque en esa ciudad, a veces cuesta mantener la sonrisa. La niebla se hace más densa, probablemente no somos nosotros quienes la atravesamos, quizá es ella quien se adentra en nosotros, quizá es el camino quien nos recorre. Llego a casa y la gata me recibe durmiendo sobre mi cama, una canasta enorme de ropa sucia se dibuja en la esquina de la habitación. Pienso en que pronto deberé dejar la seguridad de la casa paterna, pienso en que si el miércoles hubiese sido el último día de mi vida, habría tenido los huevos suficientes para mirar a dios a los ojos y decirle, «no me arrepiento de nada».

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