Sábato al morir, se rió de nosotros


Tenía doce años y una tarde le pedí a mi padre un libro, no porque de güiro me encantara leer; debía hacerlo, porque lo exijían en el colegio para el curso de literatura. Mi padre, sufrió un tiempo de fiebre literaria que, en el mejor de los casos, contagia a los universitarios más o menos curiosos, lástima que muchos de sus libros se perdieron y los más que quedan, están guardados en la casa de los abuelos en Totonicapán. Recuerdo que aquella tarde salimos, él me hablaba sobre lo mucho que le gustaba leer cuando joven (libros, revistas, el periódico, lo que fuera) y de lo geniales que eran Asturias, Navokov, José Milla y José Ingenieros. Yo, con el despiste de cualquier güiro escuchaba su discurso, me interesaba más convencerlo para que me compara un helado luego de acabar con el asunto del libro. Cuando llegamos al parque Benito Juárez, eran las cuatro de la tarde o un poquito más, ante mí, muchísima gente hacía como que buscaba algo que no sabían qué era. –Aquí vamos a encontrar algo–, murmuró mi padre y se unió a esa multitud de seres despistados. Sí, en efecto, era una de esas ferias ambulantes del libro donde venden infinitos libros de viejo, recetarios y toneladas de papel que alguien olvidó. Pero qué va a sospechar la gente (o los libreros) que entre todo eso se encuentra la más oscura, delirante, valiosa y monstruosa mercancía de todas.

Mi padre comenzó a husmear entre las carátulas forradas con bolsitas de nailon transparente (algunas de nailon casi blanco de tan viejas que estaban), preguntaba a los libreros si tenían “El hombre mediocre” de José Ingenieros, algo balbuceaban los señores, algo buscaban pero nada encontraban. Yo me distraía con las portadas de “El libro de la sexualidad” o “101 posturas sexuales”, ¿qué contendrán esos tomos de “erotismo”? Me preguntaba haciendo como que leía cualquier otro título. Inevitablemente recodé que entre los referentes de la literatura guatemalteca estaba un tal Miguel Ángel Asturias, así que comencé a buscar alguno de sus libros. Con lo que me topé de primero fue la brillante “El señor presidente”, libro que mi padre no me compró esa vez, porque excedía su presupuesto de veinticinco quetzales. Me desilusioné un poco pero seguí viendo qué más encontraba entre tanto libro de bolsillo. Llamó mi atención un librito algo viejo, sin bolsa, de portada negra que se titulaba “El túnel” del para mí entonces desconocido, Ernesto Sábato. Lo hojeé un poco, no entendí nada de la primera parte, parecían datos aleatorios, estadísticas o comentarios que extrañamente alguien había puesto en la edición de Angel Leiva para la editorial CATEDRA letras hispánicas. Le dije a mi padre que me lo comprara, mi padre dudó un momento, veía con desconfianza el libro, Sábato también era un desconocido para él, pero imagino que un librito así de viejo, así de triste como parecía, posiblemente perteneció a alguna viejecilla que no haría mal a nadie; preguntó por el precio y gustosamente pagó los dieciocho quetzales que el librero pidió.

Fue por culpa de Sábato, no lo niego, fue su culpa que a mí me gustara leer, pero me gustara de verdad, como le gusta a uno esa sustancia que se vende muy cara y por gramo. Tuve la dicha de aprender a leer y escribir antes de ir al colegio, mi infancia siempre estuvo rodeada de cuentos de Hans Christian Andersen que se publicaban semanalmente en la revista Chicos de Prensa Libre, (qué lejos están ya los años 90), también recuerdo con algo de nostalgia el libro “Barbuchín” de Daniel Armas, que leí en blanco y negro porque lo heredé de mi padre. Pero no fue hasta “El túnel” que esa picazón incontrolable por la literatura me atacó. Caí enamorado de María Iribarne, me vi de adulto en Juan Pablo Castel, imaginaba que era parte del delirio cuando iba de mi casa al colegio y viceversa. Qué puedo decir, era un patojito fascinado por la lucidez de un escritor brillante. Un año después de leer “El túnel” a mis manos llegó “Sobre héroes y tumbas” libro que me dejó completamente asombrado, la forma en que Sábato juega con las realidades paralelas, la metafísica de cada personaje, el delirio de persecución o más bien el descenso a los infiernos como tedio absoluto en un universo alterno pero posible. Esa fascinación por los ciegos que repetidamente infiltraba en su texto, todo ello, un enorme electro imán que se robó mi corazón de metal. Estoy consciente, de adolescente no tuve la suficiente cabeza para entender a totalidad la obra de Sábato, incluso ahora, luego de releer tres o cuatro veces “El túnel”, “Sobre héroes y tumbas” o “El escritor y sus fantasmas” aún pienso que hay secretos entrelíneas que siguen evadiéndome.

Ernesto Sábato fue un escritor que marcó mi adolescencia, crecí admirándolo, hice trabajos, investigaciones del colegio hablando sobre él, escribí textos copiando su estilo. Me tentaba su rebeldía, su búsqueda por el sentido del mundo y sus habitantes, de hecho, aún me tienta su particular relación con la humanidad. Hoy toca despedirnos, definitivamente creo que el viejo se rió antes de morir, en su jodida ceguera y su casi mudez por la bronquitis susurró un: nos vemos vos que no oiremos otra vez ni en el cielo, ni en el infierno, posiblemente lo oigamos en alguna taberna del túnel que nunca tiene luz al final.

"...en todo caso, había un solo túnel, oscuro y solitario: el mío".
Ernesto Sábato, 24 de junio de 1911 – 30 de abril de 2011.

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