Imprevisto al inicio de febrero

Me pareció extraño que las escaleras estuvieran mojadas aunque, le di poca importancia y decidí subir por el dinero de la gasolina. Al bajar el ultimo tramo de la escalinata, súbitamente perdí el equilibrio. Intente evitar la caída apoyándome con el pie izquierdo en el escalón mojado. Usé mis manos para sostenerme del barandal que, todo mojado, hizo menos que sostenerme. Caí, grite. Un maldito dolor desgajo mi rodilla. Luego, una contracción involuntaria devolvió mi extremidad a su posición habitual. Por un instante, no pude hacer más que apretar con mi puño izquierdo un barrote y aguantar el dolor. Mi incapacidad para ponerme de pié me preocupaba.

Mis temores se hicieron reales, me había fracturado el maleolo externo del tobillo, cosa que no supe hasta pasado el medio día; cuando, en un crepuscular pasillo del hospital “San Juan de Dios” mi padre me describía el tipo de fractura y la necesidad de cirugía para tratarla adecuadamente. Sentí miedo en ese momento, todo el dolor y desesperación que había pasado en la mañana dejaban de importarme ante una noticia que, para todo el mundo, era una frase más en medio de aquel mercado de emergencias. Al día siguiente, fui internado en un pequeño sanatorio (hospitalito) cercano a mi casa. Mi padre telefonea a sus colegas médicos para programar la cirugía. A eso de las cuatro de la tarde cruzo la puerta de sala de operaciones. Poco antes de que todo comience mi padre charla con mi madre, le dice que él no me operará (a pesar de ser trumatólogo). En lugar de eso esperará afuera a que todo salga bien porque no soportaría abrir a si propio hijo y taladrarle los huesos.

La sala de operaciones es un lugar tibio, lleno de aparatos, cables, sonidos que podrían asustar alguien o aunque a mi me recuerdan a una muy antigua computadora. Los médicos inician el protocolo de operación platicando conmigo. Sé que lo hacen para disminuir mi nerviosismo. Nerviosismo que no logro controlar hasta después de sedado. El suero, los electrodos, un esfigmómetro y el pitido del electrocardiograma ocultan la actividad que ocurre al otro extremo de mí. La anestesia que me aplican es denominada "bloqueo". Como bien indica su nombre, bloquea las sensaciones de la cintura hacia abajo, con la ¿ventaja? de permitirme estar consciente durante todo el proceso. El tiempo pasa rápido, o al menos es lo que yo percibo en mi sopor. La operación en realidad toma más o menos una hora. Al final de todo, los médicos me trasladan a una camilla y mientras cruzo de nuevo la puerta, les digo un balbuceante: Gracias. Algunos de ellos parecen sonreír, otro más dice: "ya esta hablando ve".

Paso esa noche y el día siguiente en el hospital. Una enfermera me cuida durante la madrugada. Toma mi temperatura, vigila mi presión, me aplica analgésicos intravenosos. Todo lo que hace es meramente su trabajo, pero su ahinco me hace creer que verdaderamente cuida de mi. Finalmente salgo del hospital, aunque al llegar a casa, todo me parece friísimo. Al quedarme sólo en la casa, extraño algunos de los cuidados del nosocomio. Llevo dos semanas recuperándome, guardo cama la mayor parte del tiempo. Camino ayudado de las muletas para ir al baño, asearme y comer. Por ratos la vida se vuelve sumamente aburrida al estar recluido en las tres o cuatro paredes de mi casa. Leo más, eso me consuela. Escribo otro poco más. La vida que planeaba deberé aplazarla debido a esas cosas que uno no espera. En fin, tengo que recordarle a mi madre que no empape las escaleras cuando riegue las flores.

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