Pandemia

Hace mucho tiempo, algún ingenuo habría pensado que una pandemia como el COVID-19 jamás llegaría a un rincón del mundo tan olvidado como este. Olvidados siempre estaremos, vulnerables cada vez más. En mi país, Guatemala, han impuesto un toque de queda. Nadie puede salir después de las cuatro de la tarde. Si te encuentran afuera pasada esa hora es probable que te lleven a prisión. Es un poco irónico que haya más gente arrestada que infectados por el COVID-19 en mi país.

Por momentos toda esta situación parece sacada de alguna novela o película de ciencia ficción. Quién se habría imaginado que, luego de algunos meses, un virus pondría a temblar a toda la humanidad. Más severo aún que las fantasías apocalípticas, que una pandemia pueda evocar entre los aficionados de este género, están los millones de seres humanos vulnerables, los que viven en la miseria, al borde de la subsistencia, los siempre olvidados entre los olvidados del mundo. Es difícil aceptar que en el horizonte se dibuja una tragedia de proporciones inconmensurables.

Cada geografía y cada sociedad enfrentará retos enormes. Desde el Tokio que  ha postergado los juegos olímpicos, hasta la comunidad escondida de todo en el Ixcán, al norte de Guatemala. El mundo está en crisis, me dijo una amiga hace algunas semanas.  No puede estar más en lo cierto. Ojalá que al final de todo esto, por lo menos, logremos aprender algo. Crecer, abrir los ojos un tanto aunque duela.

Mañana mi padre debe ir al trabajo, le han solicitado que vaya. Es médico. Mientras espero a que amanezca, confiaré en que las cosas en el hospital no se compliquen demasiado. Admiro a mi padre y a la gente que trabaja en el sistema de salud. Aquellos que son la primer línea de batalla ante la mortandad. Por mi parte, desde hace una semana estoy haciendo home office.  He de reconocer que es un privilegio, especialmente en un país como el mío, donde apenas hay garantías, donde muchas cosas quedan impunes y parece que siempre reinara la muerte sobre la buenas conciencias.

Hago una pequeña revisión de mi vida, como un ser humano que se reconoce débil, pequeño, amenazado y cualquier otro adjetivo que subraye nuestra vulnerabilidad e impotencia. Hace diez años era solo un estudiante que intentaba pensar sin mucho éxito. Hoy, soy un oficinista que sigue intentando pensar y, además, se conmueve con facilidad.

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