El río y la ciudad
Inicio el recorrido deslizándome por un camino muy empinado que serpentea hasta el «Río seco». Acá el cielo parece un accidente, como si un trozo de infierno se hubiera desprendido con violencia de la tierra (una explosión, un atentado terrorista de esos que salen en la tele) y se hubiese puesto justo sobre esta parte de la ciudad como una gran mancha negruzca habitada por las moscas. Llego hasta el puente del final de la 12 avenida y no puedo evitar remitirme a algún momento de mi niñez, cuando acompañaba a mi abuela a moler maíz nixtamaleado a los molinos que estaban cerca del «Aserradero Madonado». El aserradero en cuestión está justo en la esquina que me indica la siguiente etapa de mi recorrido, hay gente circulando con apuro, los buses extraurbanos bocinan impacientes, el afluente balbucea.
Avanzo sobre una callejuela de lodo que termina por desaparecer entre charcos y «monte» que sin esfuerzo se tragarían a un gato desprevenido. A los lados del río crece salvaje el sacate que atrapa a las desafortunadas bolsas de nailon, pañales y demás maravillas de la modernidad que sabrá dios por qué razón vinieron a parar aquí. Me detengo sobre un puente de hierro y madera que tiene escrita la leyenda «E-122» con aerosol rosa. El cauce parece tranquilo a pesar de que en Xela ha estado lloviendo durante las últimas semanas, el olor revolotea por todas partes, la fragancia de las almas y sus muertos que habitan esta ciudad. Un perro me observa mientras deambulo por la rivera, con sus puertas (o con la ausencia de ellas) las casas también me observan, algunas de concreto, otras de lámina y unas cuantas de adobe, tal vez las únicas que alcanzaron a ver un cause todavía transparente. Abundan aún las plantaciones de maíz, y hortalizas que a mí me parecieron repollos, (vaya usted a saber si las riegan únicamente con agua de lluvia). Sobre la calle hay negocios dispares, en su mayoría son deshuesaderos de carros o talleres de «mecánica en general» y algunas tiendas de barrio. Llamó mi atención una en donde solo habían tres bolsitas de frituras colgando de un lazo rojo. Sobre la calle también se ubica el autohotel «Emperador», difiere en muchos aspectos de los que se encuentran sobre el periférico. Este, por ejemplo, no tiene cristales en las ventanas.
Un niño golpea a una niña con su pelota plástica en la cara, vuelve a rematar y le da en el pecho. La niña se levanta un poco el corte para no ensuciarse con el agua de los charcos. El niño se ríe. Ella se refugia atrás de una pared. Avanzo sobre las irregularidades del camino, es como andar sobre la espalda de uno de esos dinosaurios escamosos. A mi lado pasan muchos ciclistas, cuento al menos unos doce y pienso, pero qué cerca está esto de ser el paraíso jipster (disculpen la escritura tan fonética). Cerca del puente «Los Batanes» me topo con un bar de lo más curioso. «El rincón del Ché» pregona una pared con el rostro de Ernesto, me detengo un momento y pido una cerveza, después de todo, cuando se hacen recorridos en bicicleta hay que hidratarse.
El lugar es concurrido por no pocos obreros que vienen a gastarse la quincena escapando de su mujer, sus hijos o de dios, según me comenta uno de los sujetos que bebe en el local. Se hace llamar Germán, trabaja como mecánico en uno de los muchos talleres de por acá, dice que cuando le va bien, a la semana se sacan unos doce vehículos más o menos, de vez en cuando llevan algunos para desarmar, pero él no está en ese negocio aunque tiene unos conocidos que sí. Sonrío con complicidad, con algo hay que ganarse la vida (y la muerte). Brindamos. Ojalá siga bien el negocio, le digo. Suena una canción de Vicente Fernández que no conozco... sucede que padezco de una severa incapacidad musical. Sorbo lo último que queda en la botella, toca seguir la ruta.
A unos setenta metros de «El rincón del Ché», el río parece bifurcarse, más bien es la unión con el afluente de río Xequijel. Decido circular sobre esa especie de «isla» que se forma entre los dos riachuelos. La vereda es únicamente para ir a pie. No me importa, sigo montado sobre la bicicleta, estoy consciente de que podría caerme al río si no tengo cuidado. Más adelante dos sujetos descansan sobre la grama, uno de ellos me pregunta, ¿a quién busca, joven? Le respondo que no busco a nadie, que solo estoy recorriendo. No responden, deben creer que no soy de fiar o quizá que soy un gran imbécil por andar merodeando de lo más tranquilo por esta zona, seguro la expresión de mi cara me delata. Me alejo, no volteo. A los lados de la isla hay personas que recogen desechos de las aguas o sacan arena que apilan sobre el centro de ella. Al avanzar un grupo de niños juega cerca de tres montículos, una de las elevaciones tiene muchas flores cortadas y puestas al rededor, en su cima una vieja estructura de madera que pudo ser una cruz en algún momento. Cerca de allí crecen muchas flores de color naranja, se mecen, casi andan, todo parece un lugar amable, justamente una isla a la mitad del Río seco. Comienza a escucharse el tráfico, de la calzada Manuel Lizardo Barillas, los niños siguen jugando, tres perros aparecen y ladran, siento miedo, siempre le he tenido miedo a los perros, pero me aguanto. El olor del rastro municipal y las tenerías se arremolinan y golpean fuerte, bien fuerte. Veo un puente detrás de la milpa, lo cruzo y decido volver sobre mis pasos, o sobre mis ruedas. Más allá de «Las Rosas», de los campos en donde no hay camino el río desemboca en el Samalá que lo llevará hasta el océano Pacífico.
En el camino de vuelta me topo con borrachines que se tambalean por las calles lodosas de la zona 2, niños descalzos, más perros, prostíbulos, gente que siempre espera en las esquinas. Es la película que acabo de ver en reversa. Me salen al encuentro dos mujeres. ¡Regresate para acá, cerota! Le grita la de blusa celeste a la de blusa morada que cruza la calle sin mirar. Esto es Xela, maldito sea quien crea lo contrario. El torrente es más pequeño a medida que me acerco a «la San Antonio». Hay multitud de casas sobre la orilla del río, para salir de ellas la gente se las ha ingeniado construyendo puentes de madera o metal, algunos son solo vigas que descansan sobre las orillas, todo hermosamente decorado por árboles, maleza variopinta y, con certeza, el eco de las caídas.
La entrada principal a la colonia es el más grande de los puentes que he visto hasta ahora, sobre su calle un borrachín duerme plácidamente. Atrás, hay música, familias merendando sobre la orilla, patojos jugando al fútbol y al baloncesto. Cada sitio de la rivera impone un modo de vida diferente, a mí la colonia San Antonio me parece un lugar alegre. Converso con una señora que lleva a sus dos hijas al sube y baja. La música y las actividades comunales son una forma de mantener juntos a los vecinos, no queremos más violencia por acá, es mejor que los jóvenes se distraigan con actividades sanas, me dice con una mezcla de fe e ingenuidad. Una de las niñas se baja del aparejo, se aproxima a su madre y la abraza. La mujer le da un pedazo de pan dulce, abrí la boca, pues; le dice. Sobre la 11 calle, que corre paralela al río, se elevan barriletes chinos de colores chillantes. El sol se instala en lo alto del cielo, el viento suspira, me detengo otra vez, son algo así como las cuatro y media de la tarde. Uno de los barriletes se enreda en los cables de electricidad, la vida aquí, a pesar de todo, se reduce a esa frase que sirve de nombre a un hotel cercano, «Río dulce».
Dejo atrás «la San Antonio». Al pasar la 19 avenida de la zona 3 se vuelve obligatorio sortear varias calles para seguir su trayecto. Es curioso que en este sector puedan encontrarse hasta condominios, también pueden verse algunas casitas «más humildes» asidas a las laderas. Por todas partes hay carteles que vocean: «¡Cuidado! Vecinos organizados contra la delincuencia las 24 horas. ¿Piénselo?». Recorro las calles de la zona 3 hasta salir detrás del barrio «Garibaldi», muy conocido por su tinajón que antes servía de pileta comunal, hoy solo es una gran vasija que adorna la diagonal 2 de la zona 3. El río pasa a un lado de un conocido centro comercial de la ciudad, continúa más allá de la avenida Las Américas, atraviesa la colonia, que no sin ironía se llama, «La Floresta» y se adentra en la relativamente boscosa zona 9, sitio en donde «nace». El sol se oculta antes por esta época, puedo ir al bosque sin camino o volver cruzando la terminal de buses. Opto por lo segundo.
La terminal, lugar por demás caótico y terrible, me recibe con toda su cólera. No me gusta demasiado pasar por allí, recuerdo con firmeza a mis compañeros que salían del instituto siendo vapuleados por tipos que les quitaban hasta los zapatos. Las instalaciones del colegio han cambiado poco, los buses son más, el humo y la suciedad abundan, el lugar es fuente de uno de los tantos caudales que nutren al río. Cerca de una gasolinera puede verse el drenaje destapado en donde vierten aceites, basura y demás desechos de los talleres de la 7 calle de la zona 3. Una mujer mendiga al lado de la cuenca. Toda ella está cubierta por una frazada multicolor muy sucia. La acompaña una niña pequeña. Coloco algunas monedas en el güacal plástico que eleva apenas a la altura de su boca. Miro a la niña que se chupa la mano, es una señal de hambre, pero lo siento, pequeña; de mí solo recordarás los desastres. Para muchísimos niños esta parte de la ciudad no es otra cosa que una enorme bestia que se alimenta de ellos. Cerca de allí, el agua se riega por el pavimento, suena una bocina con furia, el pasaje se pelea por los autobuses. Me quedan pocas fuerzas para seguir pedaleando, de pronto no sé si extasiarme o huir. La ciudad se va oscureciendo, y yo con ella.
Publicado originalmente en
Revista Contrapoder
Guatemala, C.A.
Avanzo sobre una callejuela de lodo que termina por desaparecer entre charcos y «monte» que sin esfuerzo se tragarían a un gato desprevenido. A los lados del río crece salvaje el sacate que atrapa a las desafortunadas bolsas de nailon, pañales y demás maravillas de la modernidad que sabrá dios por qué razón vinieron a parar aquí. Me detengo sobre un puente de hierro y madera que tiene escrita la leyenda «E-122» con aerosol rosa. El cauce parece tranquilo a pesar de que en Xela ha estado lloviendo durante las últimas semanas, el olor revolotea por todas partes, la fragancia de las almas y sus muertos que habitan esta ciudad. Un perro me observa mientras deambulo por la rivera, con sus puertas (o con la ausencia de ellas) las casas también me observan, algunas de concreto, otras de lámina y unas cuantas de adobe, tal vez las únicas que alcanzaron a ver un cause todavía transparente. Abundan aún las plantaciones de maíz, y hortalizas que a mí me parecieron repollos, (vaya usted a saber si las riegan únicamente con agua de lluvia). Sobre la calle hay negocios dispares, en su mayoría son deshuesaderos de carros o talleres de «mecánica en general» y algunas tiendas de barrio. Llamó mi atención una en donde solo habían tres bolsitas de frituras colgando de un lazo rojo. Sobre la calle también se ubica el autohotel «Emperador», difiere en muchos aspectos de los que se encuentran sobre el periférico. Este, por ejemplo, no tiene cristales en las ventanas.
Un niño golpea a una niña con su pelota plástica en la cara, vuelve a rematar y le da en el pecho. La niña se levanta un poco el corte para no ensuciarse con el agua de los charcos. El niño se ríe. Ella se refugia atrás de una pared. Avanzo sobre las irregularidades del camino, es como andar sobre la espalda de uno de esos dinosaurios escamosos. A mi lado pasan muchos ciclistas, cuento al menos unos doce y pienso, pero qué cerca está esto de ser el paraíso jipster (disculpen la escritura tan fonética). Cerca del puente «Los Batanes» me topo con un bar de lo más curioso. «El rincón del Ché» pregona una pared con el rostro de Ernesto, me detengo un momento y pido una cerveza, después de todo, cuando se hacen recorridos en bicicleta hay que hidratarse.
El lugar es concurrido por no pocos obreros que vienen a gastarse la quincena escapando de su mujer, sus hijos o de dios, según me comenta uno de los sujetos que bebe en el local. Se hace llamar Germán, trabaja como mecánico en uno de los muchos talleres de por acá, dice que cuando le va bien, a la semana se sacan unos doce vehículos más o menos, de vez en cuando llevan algunos para desarmar, pero él no está en ese negocio aunque tiene unos conocidos que sí. Sonrío con complicidad, con algo hay que ganarse la vida (y la muerte). Brindamos. Ojalá siga bien el negocio, le digo. Suena una canción de Vicente Fernández que no conozco... sucede que padezco de una severa incapacidad musical. Sorbo lo último que queda en la botella, toca seguir la ruta.
A unos setenta metros de «El rincón del Ché», el río parece bifurcarse, más bien es la unión con el afluente de río Xequijel. Decido circular sobre esa especie de «isla» que se forma entre los dos riachuelos. La vereda es únicamente para ir a pie. No me importa, sigo montado sobre la bicicleta, estoy consciente de que podría caerme al río si no tengo cuidado. Más adelante dos sujetos descansan sobre la grama, uno de ellos me pregunta, ¿a quién busca, joven? Le respondo que no busco a nadie, que solo estoy recorriendo. No responden, deben creer que no soy de fiar o quizá que soy un gran imbécil por andar merodeando de lo más tranquilo por esta zona, seguro la expresión de mi cara me delata. Me alejo, no volteo. A los lados de la isla hay personas que recogen desechos de las aguas o sacan arena que apilan sobre el centro de ella. Al avanzar un grupo de niños juega cerca de tres montículos, una de las elevaciones tiene muchas flores cortadas y puestas al rededor, en su cima una vieja estructura de madera que pudo ser una cruz en algún momento. Cerca de allí crecen muchas flores de color naranja, se mecen, casi andan, todo parece un lugar amable, justamente una isla a la mitad del Río seco. Comienza a escucharse el tráfico, de la calzada Manuel Lizardo Barillas, los niños siguen jugando, tres perros aparecen y ladran, siento miedo, siempre le he tenido miedo a los perros, pero me aguanto. El olor del rastro municipal y las tenerías se arremolinan y golpean fuerte, bien fuerte. Veo un puente detrás de la milpa, lo cruzo y decido volver sobre mis pasos, o sobre mis ruedas. Más allá de «Las Rosas», de los campos en donde no hay camino el río desemboca en el Samalá que lo llevará hasta el océano Pacífico.
En el camino de vuelta me topo con borrachines que se tambalean por las calles lodosas de la zona 2, niños descalzos, más perros, prostíbulos, gente que siempre espera en las esquinas. Es la película que acabo de ver en reversa. Me salen al encuentro dos mujeres. ¡Regresate para acá, cerota! Le grita la de blusa celeste a la de blusa morada que cruza la calle sin mirar. Esto es Xela, maldito sea quien crea lo contrario. El torrente es más pequeño a medida que me acerco a «la San Antonio». Hay multitud de casas sobre la orilla del río, para salir de ellas la gente se las ha ingeniado construyendo puentes de madera o metal, algunos son solo vigas que descansan sobre las orillas, todo hermosamente decorado por árboles, maleza variopinta y, con certeza, el eco de las caídas.
La entrada principal a la colonia es el más grande de los puentes que he visto hasta ahora, sobre su calle un borrachín duerme plácidamente. Atrás, hay música, familias merendando sobre la orilla, patojos jugando al fútbol y al baloncesto. Cada sitio de la rivera impone un modo de vida diferente, a mí la colonia San Antonio me parece un lugar alegre. Converso con una señora que lleva a sus dos hijas al sube y baja. La música y las actividades comunales son una forma de mantener juntos a los vecinos, no queremos más violencia por acá, es mejor que los jóvenes se distraigan con actividades sanas, me dice con una mezcla de fe e ingenuidad. Una de las niñas se baja del aparejo, se aproxima a su madre y la abraza. La mujer le da un pedazo de pan dulce, abrí la boca, pues; le dice. Sobre la 11 calle, que corre paralela al río, se elevan barriletes chinos de colores chillantes. El sol se instala en lo alto del cielo, el viento suspira, me detengo otra vez, son algo así como las cuatro y media de la tarde. Uno de los barriletes se enreda en los cables de electricidad, la vida aquí, a pesar de todo, se reduce a esa frase que sirve de nombre a un hotel cercano, «Río dulce».
Dejo atrás «la San Antonio». Al pasar la 19 avenida de la zona 3 se vuelve obligatorio sortear varias calles para seguir su trayecto. Es curioso que en este sector puedan encontrarse hasta condominios, también pueden verse algunas casitas «más humildes» asidas a las laderas. Por todas partes hay carteles que vocean: «¡Cuidado! Vecinos organizados contra la delincuencia las 24 horas. ¿Piénselo?». Recorro las calles de la zona 3 hasta salir detrás del barrio «Garibaldi», muy conocido por su tinajón que antes servía de pileta comunal, hoy solo es una gran vasija que adorna la diagonal 2 de la zona 3. El río pasa a un lado de un conocido centro comercial de la ciudad, continúa más allá de la avenida Las Américas, atraviesa la colonia, que no sin ironía se llama, «La Floresta» y se adentra en la relativamente boscosa zona 9, sitio en donde «nace». El sol se oculta antes por esta época, puedo ir al bosque sin camino o volver cruzando la terminal de buses. Opto por lo segundo.
La terminal, lugar por demás caótico y terrible, me recibe con toda su cólera. No me gusta demasiado pasar por allí, recuerdo con firmeza a mis compañeros que salían del instituto siendo vapuleados por tipos que les quitaban hasta los zapatos. Las instalaciones del colegio han cambiado poco, los buses son más, el humo y la suciedad abundan, el lugar es fuente de uno de los tantos caudales que nutren al río. Cerca de una gasolinera puede verse el drenaje destapado en donde vierten aceites, basura y demás desechos de los talleres de la 7 calle de la zona 3. Una mujer mendiga al lado de la cuenca. Toda ella está cubierta por una frazada multicolor muy sucia. La acompaña una niña pequeña. Coloco algunas monedas en el güacal plástico que eleva apenas a la altura de su boca. Miro a la niña que se chupa la mano, es una señal de hambre, pero lo siento, pequeña; de mí solo recordarás los desastres. Para muchísimos niños esta parte de la ciudad no es otra cosa que una enorme bestia que se alimenta de ellos. Cerca de allí, el agua se riega por el pavimento, suena una bocina con furia, el pasaje se pelea por los autobuses. Me quedan pocas fuerzas para seguir pedaleando, de pronto no sé si extasiarme o huir. La ciudad se va oscureciendo, y yo con ella.
Publicado originalmente en
Revista Contrapoder
Guatemala, C.A.